jueves, mayo 24, 2007

DERECHOS Y DEBERES

Partiendo del principio, sagrado, de que la normativa debe siempre componer un cuerpo unitario, objetivo y exacto, lo cierto es que nada mejor para hacer uso de ella que su característica principal tenga la posibilidad de que su aplicación posea elasticidad suficiente para adaptarse a los cambios que el proceso social, en continuo trasiego, lleva consigo. Así pues, en el asunto de la vivienda, del suelo y sus valoraciones, hemos transitado a lo largo de diferentes épocas (incluida, desde luego, la correspondiente al franquismo) por los senderos utópicos -pero deseables- que políticos de todo signo han establecido para lograr lo que, ahora constitucionalmente, es el derecho a una vivienda digna por parte de todos. En efecto, desde la ya muy talluda Ley del Suelo de 1956, la invocación obligada a los derechos y deberes de todo ciudadano en relación con la vivienda, hasta la última normativa (1998), aún hoy vigente (al menos hasta el 1 de julio del presente año), ha sido la cuestión prevalente en todas las Exposiciones de Motivos de todas y cada una de las modificaciones habidas en la cuestión que nos ocupa. Pero lo cierto es que "el hombre propone, pero Dios dispone". Así, si hacemos caso de los comentarios que ha suscitado la reciente aprobación de la Ley del Suelo propuesta por el actual gobierno, nos encontramos con valores tópicos que desde luego han figurado, como ya he dicho, en propuestas anteriores: "frenar la espiral de precios desorbitados..."; "la vivienda es el principal problema de los ciudadanos..."; cosas de la transparencia y el control, que corresponden, como todo el mundo bien sabe, a formulaciones -por lo común- calificadas como "políticamente correctas". Y así.

En lo personal no creo que la propuesta vigente basada en los Convenios Urbanísticos, y que figuran en la Ley que se deroga, haya sido beneficiosa para el ciudadano. En todo caso, los promotores han tenido un nuevo campo sobre el qué actuar, eso sí, bajo la legalidad innegable de los supuestos normativos, que, la vista está, han propiciado escasos beneficios al segmento de la población más necesitado de favores urbanísticos. Me refiero a la gente joven, cuyos recursos en general no dan para mucho por cuanto el precio de la vivienda se ha disparado. Además, la figura del Convenio Urbanístico ha dado lugar a una cierta "inseguridad programática", por cuanto que el uso y/o abuso de esta técnica ha violentado de alguna manera al control urbanístico que, por encima de todos los controles, debe recaer –siempre- en las decisiones de las respectivas corporaciones municipales. Y otro asunto, no menos importante, que obliga a replantearse los objetivos urbanísticos es el tratamiento actual que, para frenar la escalada de precios, califica como suelo urbanizable a todo aquel suelo que no ha sido calificado por los planes generales como protegidos de alguna manera, encuadrándolos genéricamente como "no urbanizables". Y aquí está la razón por la cual las modificaciones urbanísticas se han hecho obligatorias: no por disponer de más suelo, el precio de éste se ha estabilizado. La verdad es que en materia de urbanismo, los modelos económicos han fracasado, pues ¿qué economista podría negar que aumentos marginales en la oferta, acaso no producen una disminución consecutiva de los precios de mercado? En urbanismo, esto no ha pasado.

En todo caso, espero que el instinto interventor del gobierno en materia de urbanismo no pase de ser (y desde luego no por falta de entusiasmo, de iniciativa y de sentido común) algo así como un ¡viva Cartagena!, entonado ya en pleno siglo XXI. La determinación de fijar un porcentaje tan alto, tan ideal, como es el 30% para usos residenciales amparados por la legislación de viviendas protegidas, tiene todos los visos de fracasar, porque esta obligatoriedad, unida a la posibilidad de que los proyectos urbanísticos se obliguen a ceder al ayuntamiento respectivo hasta un 15% de su aprovechamiento medio, será origen de problemas para los promotores, pues a nadie se le ocurre pensar que los aumentos de los costes en la producción de viviendas caerán sobre sus espaldas. Si algo cuesta lo que cuesta, alguien debe pagarlo. En consecuencia, cargar el coste de los derechos ciudadanos sobre empresarios tiene mala pinta.

Mi pronóstico ante este conjunto de circunstancias no puede ser otro que aquél que nos obligará, pronto, a nuevas modificaciones en materia de Suelo. También, que los perjudicados por la nueva legislación serán aquellos que han acumulado suelo a bajo precio para ponerlo en el mercado. Y por último, ¿tan difícil es estar al acecho de las transacciones que se producen en la venta de terrenos de uso rústico con destino a la construcción de viviendas para poder gravar fuertemente, con todas sus consecuencias, el dinero obtenido por el propietario del terreno rústico agraciado por la lotería de la expansión urbanística? Ahí es donde los ayuntamientos deberían estar presentes para obtener parte de las plusvalías generadas por la venta terrenos. Y, por consiguiente, no tener que tentar la suerte reclamando el 15% de los aprovechamientos adjudicados al promotor, porque éste, ya se ha dicho, de ninguna de las maneras renunciará a parte de su beneficio. Ni mucho menos, perder dinero.

Mayo, 2007. Empresa y finanzas.

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