viernes, marzo 28, 2008

LA FUGA DEL AGUA


(Cualquier intento, aunque sólo sea intelectual, de los ribereños
por apropiarse del agua que pasa por su río carece de
fundamento moral o legal.
César Cimadevilla.
Ingeniero de caminos)


Los criterios en los que se funda la actual política del Agua, ciertamente, si bien difusos, ya han estado presentes tanto a nivel teórico como práctico durante el último cuarto de siglo. En efecto, los distintos manifiestos realizados por profesionales con competencias hidrológicas y las autoridades políticas con responsabilidades en esta disciplina, han sostenido que el Agua, siendo un input en los procesos económicos, debe ser considerada como un recurso escaso y por consiguiente estimar su uso y aplicaciones de acuerdo con la teoría económica que establece la asignación adecuada de este recurso. Además, y por añadidura, el sometimiento positivo de la sociedad respecto a los criterios medioambientales ha incidido de manera decisiva en la interpretación sostenible del recurso Agua. Sin embargo, ha surgido un nuevo (¿) enfoque hidrológico (y anti-hidráulico) cuya aplicación a las cosas de nuestra península, sin olvidar la singularidad de las islas, pretende imponerse de un modo exagerado. Es el caso de la denominada Nueva Cultura del Agua, cuyas tesis profundamente enraizadas en criterios ecologistas radicales exigen desarrollar prácticas hidrológicas exclusivamente de carácter conservacionista y cuyos resultados, con seguridad, serían nefastos para el desarrollo conveniente de nuestro país.
Bajo el punto de vista clásico del blanco-negro se pueden considerar dos posiciones en la balanza de las cuestiones posibles. De un lado, una gestión del Agua basada en las obras hidráulicas llevada al extremo de aplicar el líquido allá donde su rentabilidad económica sea máxima, sin importar cuestiones tan significativas y respetadas por la sociedad actual como es el mantenimiento de un horizonte ecológico adecuado a las necesidades de un desarrollo sostenible. Por otro, una radical y hasta enloquecida actitud conservacionista capaz de impedir el más mínimo desarrollo por mucho que éste sea compatible con la sostenibilidad democrática ampliamente consensuada. No parece alejado de lo razonable que nuestros gestores políticos se mantengan en un punto central equidistante de ambos extremos. Sí, porque los elementos paradigmáticos que determinan los valores de la revolución -más bien pretendida revolución- que promueve la Nueva Cultura del Agua, en todo caso, y desde luego no de forma tan radical, ya han sido puestos en valor en determinadas zonas en cuanto a la explotación del Agua se refiere. Además -esto es notorio y relevante- el que fue ministro de las obras públicas durante el último mandato socialista, José Borrell, con motivo de la presentación del SAIH (Sistema Automático de Información Hidrogeológica), allá por el año 1993, en su discurso expresó literalmente: “La tradicional política hidráulica española, vertida a promover la oferta de recursos hídricos como pilar del desarrollo nacional, ha perdido su razón de ser en esta sociedad predominantemente urbana y orientada hacia las actividades terciarias. Si el inicio del siglo XX vio el origen y afianzamiento de la política de oferta de recursos, el final contempla la consolidación de una filosofía, inspiradora de la norma de 1985 (Ley de Aguas), cuyo objetivo fundamental es asegurar el uso eficiente de los recursos hídricos, eficiencia que debe entenderse desde nuestro avanzado nivel tecnológico, con una perspectiva socioeconómica y orientada sustancialmente por la sensibilidad ambiental de nuestra sociedad. Pues bien, este binomio que forman la ejecución de las infraestructuras pendientes y la intensificación de los esfuerzos en la gestión hídrica es lo que constituye la esencia de las actuaciones surgidas de la nueva política hidráulica.”. Y esto es el argumento que justificó el PHN en donde se contemplaban “2.000 Km. de nuevos ríos de aguas limpias” y unas transferencias ínter cuencas de hasta 3.768 Hm3.
La aludida eficiencia en el uso de los recursos hídricos -tan irregulares en el corto plazo- es inabordable si no se dispone de complejas y costosas infraestructuras hidráulicas, y no es menos cierto que esa eficiencia también requiere inexcusablemente una gestión adecuada. Las experiencias del dilatado ciclo de sequía sufrido, incluso de su esperado alivio, corroboran tanto la utilidad de las infraestructuras existentes como las carencias debidas a aquellas otras aún pendientes; las mismas experiencias también evidencian los resultados alcanzados con medidas de gestión. Pues bien, este binomio que forman la ejecución de las infraestructuras pendientes y la intensificación de los esfuerzos en la gestión hídrica es lo que debe constituir la esencia de las actuaciones surgidas de la nueva política hidráulica, y no otra. Continuar las inversiones en infraestructuras hidráulicas, en su más amplio sentido, y progresar en las medidas de gestión aplicadas a nuestras cuencas deberían ser las dos preocupaciones principales en este campo de la responsabilidad pública, entre otras cosas porque consecuencia de todo ello fue la propuesta del Plan Hidrológico Nacional del partido socialista en el año 1993. Y, en efecto, valores tales "como eficiencia en el uso" del agua, "reutilización exhaustiva de los efluentes que proceden de la aplicación muy racional del agua" o "establecimiento de tarifas tendentes a recuperar el coste en las explotaciones hidráulicas", han venido siendo referentes, a la fuerza, en regiones con carencias hídricas estructurales como son las pertenecientes al Levante español. Así, por ejemplo, puede decirse que la región de Murcia ha establecido, pese a su pertinaz sequía, unos usos hídricos de manera muy moderada, pues es bien sabido por todos que la escasez de agua supone una brutal asíntota para el desarrollo de una mínima agricultura muy competitiva y de una adecuación turística que aproveche los recursos naturales, de manera sostenible, en el litoral mediterráneo. A estos efectos, valga decir que la superficie total destinada a regadío en la región murciana apenas supone el 0,37% del territorio nacional y que tal regadío (190.000 Has.) representa el 16,8% del total del territorio de la Región. Aún así, los recursos demandados para el mantenimiento de esta agricultura enormemente competitiva han de buscarse en otras fuentes distintas a los recursos superficiales y subterráneos de la zona. Es necesario recurrir a las transferencias hidráulicas procedentes de otras cuencas distintas a la del Segura. César Cimadevilla Costa, ingeniero, destacado dirigente socialista y quien fue Presidente en funciones de la comunidad de Madrid (1983) se declaró partidario de los trasvases, y a él corresponde esta frase: “La propuesta de transferencias de recursos hidráulicos entre cuencas distintas son el resultado de un largo y complejo proceso de planificación hidrológica”. En esta cuestión resulta muy difícil discrepar de lo dicho por el ingeniero, también socialista. Pero es que, además, remontándonos al año 1993, en el preámbulo que se corresponde con la presentación del PHN (Borrell) se puede leer: “…hoy en día existen conocimientos científicos suficientes para permitir la construcción metódica de una planificación hidráulica, segura en sus fundamentos, coherentes en sus soluciones, deductiva y lógica en su método ejecución”, lo cual, junto a la firmeza con que el ministro Borrell inauguró el Congreso de Ingeniería Civil celebrado en Santander (1991) y en el que textualmente expresó que: “ la política hidráulica inscribe sus coordenadas en el medio plazo, en el horizonte de 20 años. El diseño de un país desde la perspectiva de la utilización de sus recursos hidráulicos se inscribe en plazos de cuarto de siglo. Por lo tanto algo muy alejado de los bandazos, las especulaciones, los golpes de efecto, las expectativas racionales o irracionales…”, nos lleva a preguntarnos qué lejos quedan aquellos tiempos en que los anuncios socialistas respecto a la ciencia hidráulica eran del tenor abierto y dialogante que imponía el ministro Borrell, pues hoy la planificación hidráulica ha sido sustituida por el decreto, como una nueva forma de gobernar que nada tiene que ver con el muy manido y expresado término del consenso, sino más bien con un cambio de actitud bien interesado que tiene por parámetros los intereses políticos muy alejados del propio interés general. En este orden de cosas, no es posible mantener la debida admiración que en tiempo remoto se tuvo de Borrell pues su silencio no es otra cosa que una oposición bien patente a lo que él mismo propuso como medida racional para la corrección de los desequilibrios hidráulicos peninsulares. Y eso, una de dos, o Borrell no estaba en su sano juicio hace quince años o, ahora, es un cínico reconvertido. La vía del decreto ley para derogar obra tan necesaria como el trasvase del Ebro no es lo que corresponde a una inteligencia tan inmaculada como la del anterior ministro de la cosa pública. Y volviendo a repasar la historia hidráulica de los últimos tiempos volvemos a encontrarnos con César Cimadevilla, con él y con el paradigma de su concepción hidrológica que da paso franco al necesario uso de la hidráulica: “la planificación debe quedar en manos del gobierno central. Y no debe romperse la unidad de Cuenca. Fuimos pioneros en adoptar ese criterio que ahora ha asumido la UE. Sería grave que los españoles volviéramos a confundir lo moderno con lo que está de moda”. Pues lo hemos confundido. Probablemente, la cuenca del Ebro es la más adecuada para proceder a una estimación objetiva de sus recursos totales, dando cobertura total a los requerimientos hídricos de la propia cuenca, determinando los parámetros por los cuales se fijaría un caudal ambiental y, en fin, procurando un esmerado respeto a las condiciones de contorno en la biocenosis de las aguas de transición en el Delta, allá en la desembocadura del río. Naturalmente que las determinaciones deben ser objetivas y extraídas del discurso indeleble por el que la gestión del Agua debe estar integrada dentro del ámbito geográfico que la cuenca define. Si bien esta última cuestión no parece, en los tiempos actuales, que pueda materializarse a la vista del puzzle autonómico de la plural España que a unos nos conmueve mientras otros alientan el impulso centrífugo que tiene en el Agua su paradigma, su cuestión prevalente. Un ejemplo que nos pone contra las cuerdas del impropio sentido común es la realidad de un logro estremecedor que sitúa a Aragón en el ‘TOP’ de los disparates hidrológicos: el Estatuto autonómico recientemente revisado y aprobado legislativamente por las Cortes Generales contienen la reserva, para uso exclusivo de los aragoneses, de 6.550 Hm3 de agua. Si aceptamos que en el total de la nación, de la escorrentía total (110.000 Hm3) nuestro sistema hidráulico regula 45.000 Hm3, la media –con su grandeza y su miseria- que correspondería a cada español estaría en torno a los 1.000 m3/hab./año. Legislar o gobernar para que una parte de España se arrogue la propiedad de más de cinco veces la media nacional, hace que no sólo la desviación típica y su propia covarianza se pongan de rodillas sino que todo un sentimiento de inmutable inteligencia se rasgue las vestiduras ante tan implacable y cardinal ataque al proyecto unitario de la España plural, ya destrozada en función de unos intereses políticos sectarios que no paran en mientes con tal de lograr sus objetivos.
Con la derogación del trasvase del Ebro se ha formalizado un itinerario que necesariamente nos lleva a la confrontación entre los distintos gobiernos autonómicos que se ven afectados por tal decisión. Pero lo más sorprendente de todo es que quienes han decidido tal cuestión acusan a los disidentes de procurar una crispación en la convivencia de una ciudadanía absolutamente ajena a todo lo que no sea observar la realidad bajo las coordenadas políticas. Tenemos así que la política hidráulica ha dado paso a una especie de filosofía del sentimiento que, a despecho de sus cánones científicos, estima que el agua y sus riquezas encuentran a sus genuinos propietarios en aquellos que disponen sus asientos en las márgenes de los ríos. Por lo que significa (y ha de significar) la decisión tomada en relación con el Ebro, estamos ante un nuevo campo de batalla muy adecuado para seguir alimentando esta locura centrífuga de la muy quebrada España autonómica. Sin duda, esto puede observarse directamente viendo la reacción que los gobiernos autonómicos han tenido y cuya consecuencia ha sido una elevación del nivel de confrontación verdaderamente enloquecido. Pero es que en materia hidrológica, los criterios ideológicos que inspiran a las distintas opciones políticas se desvanecen para dar paso a los argumentos territoriales que, ahora, son esgrimidos por los líderes políticos regionales a fin de obtener adhesiones a sus respectivos proyectos. La dirección tomada en virtud de las decisiones políticas en esta materia se aleja, más y más, de lo razonable, pues no resulta en modo alguno aceptable someter los objetivos que señala el interés general por otros, más espurios, en donde se prima el interés territorial que, en todos los casos, tiende siempre a beneficiar a unos pocos. Y lo que se invoca interesadamente es la heroica ruptura con los sistemas de gestión del pasado siglo en donde el Medio Ambiente era poco menos que ignorado, pero sucede que lo que ayer era mero aditamento en la gestión hidráulica (lo Ambiental) hoy es prioritario, mientras que lo fundamental de antes, la aplicación del Agua a los usos económicos y sociales, hoy se ha convertido en simple adorno, lo cual no es de recibo, por lo paradójico. No presenta ninguna ventaja volver lo activo por lo pasivo: lo mejor es el equilibrio, limpio de intereses sesgados –manipuladores sin escrúpulos de la técnica, contaminada por la política- en función de lo natural, lo deseable y lo racional. Esto de maniatar las cuestiones científicas, de practicar la tortura implacable a los números y sus cuentas da paso –fatalmente- al imperio de la categoría política que justificará sus cuestiones absolutas con las incertidumbres sobre las que se asienta la propia ciencia.

Ante este estado de cosas cabe preguntarse por la viabilidad del Acueducto Tajo – Segura cuya vida alcanza la considerable edad de 29 años. De un lado, si el proyecto de trasvasar entre el 6 y el 9% de su aportación al mar desde la desembocadura del río más caudaloso de España (Ebro) genera dislates medio ambientales intolerables, entonces, ¿qué decir de determinada transferencia hidráulica en cantidad del 25-30% respecto a su aportación total materializada desde la propia cabecera del río, tal es el caso del río Tajo? En Castilla La Mancha cuentan con un argumento sólido para lograr un éxito territorial más que pretendido. No obstante, y por suerte, esta vez la actitud contradictoria del Gobierno ha puesto freno a las aspiraciones manchegas y de paso aliviar las angustias de los ciudadanos levantinos, en Murcia, Almería y Alicante, cuya total dependencia de las aguas del Tajo resulta ser un asunto vital. Pero el problema sigue latente, durará por siempre, y más si el fraccionamiento del territorio sigue el rumbo actual. Lo curioso de esta situación es que los proponentes políticos siempre tendrán a su disposición un elemento de enganche que a modo de bandera (o banderín, vaya usted a saber qué) sirva de arenga para lograr adhesiones a una causa de corte integral político y cuya llave maestra la constituye el Agua.
Estamos, pues, ante un proceso de desintegración, un proceso que tiene su origen en un decreto ley como sustitutivo radical de todo un ejercicio de planificación; un proceso que tiene en la descomposición de las confederaciones hidrográficas su elemento capital y con el objetivo indeseable de hacer coincidir los límites territoriales con los que determinan el ámbito de todas y cada una de las cuencas hidrográficas. Nuestras confederaciones sindicales hidrográficas son instituciones veteranas en el tiempo y eficaces para la gestión del agua dentro de su ámbito. Los instrumentos de planificación reciben el nombre de Plan Hidrológico de cuenca. Nuestra legislación en materia de Agua ha sido ejemplo a seguir por otras administraciones de países muy desarrollados, por eso resulta muy extraño el camino emprendido en la dirección contraria a nuestra propia historia, la cual en modo alguno es rechazable pues los tiempos han tenido, todos, sus propias particularidades y en adaptación de ellas el Agua ha sido gestionada con indudable acierto. Desde la descomposición de las CHs se pretende llegar a unas (denominadas) demarcaciones hidrográficas cuya característica común es que están delimitadas de acuerdo con las exigencias territoriales de las distintas regiones de España. No sólo eso sino que además, de modo flagrante, existe una agresión disparatada al espíritu de la Constitución en donde de manera sutil se anuncia que el Agua carece de fronteras distintas a las que ella misma delimita en su discurrir. Es el caso del río Guadalquivir cuya cuenca, casi toda ella pero no en su totalidad, discurre por Andalucía. Por eso se ha tomado la decisión política de asignar su gestión a la Junta de Andalucía lo cual es un precedente grave para continuar el camino iniciado que llevará a la descompensación de los criterios hidráulicos aplicables en España. También, el Nalón se transfiere en sus competencias al Principado de Asturias so pretexto de que casi toda su cuenca se halla inmersa en su territorio, quizá el 99 %. Pero esto no es una cuestión cardinal; no se trata de asignar competencias en función de los kilómetros de márgenes que se incluyan en un territorio. No es esto. Para la gestión integral del agua por el Estado siempre será mejor que las decisiones en la materia sean tomadas por una autoridad gubernamental que por la correspondiente de un territorio particular. El Guadalquivir y el Nalón constituyen el punto de partida para que al final, tarde o temprano, la gestión del Agua pueda descender hasta el ámbito provincial, cuando no el municipal.

La derogación del trasvase del Ebro marca un hito, un punto de inflexión, una solución de continuidad torpe en la política tradicional del Agua que en absoluto necesita de tal acción para incorporar los elementos nuevos que han de tenerse en cuenta en la planificación y que ya se han apuntado anteriormente: la cuestión ambiental como restricción previa a toda planificación hidrológica. Un informe de no más de seis folios ha servido para que, mediante la figura de un Decreto Ley posteriormente refrendado por las Cortes, se haya puesto punto y final a las obras que habrían de destinar el agua desde una cuenca con vocación de unidad excedentaria (en cantidad y calidad, incluido el Delta) hasta lugares donde estructuralmente existe un déficit absoluto imposible de corregir si no es mediante transferencias hidráulicas. Pero es que, además, en dicho informe se recogen afirmaciones que son absolutamente falsas y desde la falta de rigor se acusa a los responsables de la redacción del proyecto técnico de eso, de no tener rigor. Veamos:

Las justificaciones expresadas para denostar el trasvase del Ebro constituyen en general un planteamiento falso y prefabricado para llegar a las cifras que se quisieron justificar. En realidad se acercan al menosprecio arrogante respecto al trabajo y a la inteligencia de quienes proyectaron esa obra hidráulica. La obra no se amortiza en 25 años como se propone en el informe, si acaso, y por convención, el período debe fijarse en 50 años como nos enseñan nuestros maestros, advirtiendo además que lo normal sería en todo caso que un gobierno socialista dispusiera para el ciudadano las obras públicas sin amortización alguna (claro que la filosofía europea consagra el sistema capitalista como esencial para el ejercicio de la política común). Como 50 es el doble de 25, se justifica el objetivo de estimar al alza la tarifa propuesta en el proyecto. Se dice, con todo descaro, que no hay estudios geológicos realizados, lo cual es una gran mentira porque los hay y muy específicos. Se afirma que las pérdidas serán del 16% como mínimo y se justifica haciendo notar que las pérdidas del Tajo Segura son del 10% (la circulación en canal tiene pérdidas inferiores al 5%) cuando en realidad el sistema de circulación de las aguas en el ATS es muchísimo más complicado que el previsto para el trasvase del Ebro, del cual se podría afirmar con cierto rigor que no llegarían ni al 5%, tal y como se hubo contemplado en el proyecto, cuestión ésta -la de su contemplación- que también se niega. Respecto al caudal ecológico, la cifra de 135 m³/s parece que se adopta para que los números cuadren porque el proyecto adoptó como caudal 100 m3/s (tal como se dispone en el Plan Hidrológico del Ebro). Por consiguiente, las limitaciones aducidas en relación a los desembalses de Mequinenza y Ribarroja pueden ser ampliamente criticadas por el más modesto de los técnicos hidráulicos. Respecto a las negativas que se han arguyeron -con reiteración- por parte de “Bruselas”, lo cierto es que no fueron tales. Si acaso, las prevenciones típicas de funcionarios escrupulosos en la interpretación de las Directivas Europeas. Por eso, la Exposición de Motivos que precedió al Decreto de Derogación del Trasvase del Ebro produjo el enojo de todos los profesionales que hubieron participado, de una o de otra forma, en la planificación que tuvo por objetivo ese trasvase. Y algo que, por lo paradójico, es más grave, esto es, la falta de respeto hacia los criterios medioambientales por parte del MIMAM al llevar al Parlamento los documentos necesarios para la derogación precisamente el mismo día en el que aparece en el Diario Oficial de las Comunidades Europeas la Directiva relativa a la evaluación de los efectos de determinados Planes y Programas en el Medio Ambiente, eludiendo de esta forma y de modo indecente la preparación de "un informe medioambiental que contenga información pertinente determinando, describiendo y evaluando las posibles repercusiones medioambientales significativas de la ejecución del Programa A.G.U.A. y sus alternativas razonables teniendo en cuenta los objetivos y el ámbito geográfico del plan o programa. Los estados miembros deben comunicar a la Comisión toda medida que emprendan sobre la calidad de los informes medioambientales”. Y todo lo anterior sin haber incorporado al Derecho Español la directiva europea específica en la que se obligaba a los Planes y Programas de obras la ejecución previa de un Estudio de Impacto Ambiental Estratégico. De la pericia y sagacidad de la ministra Narbona nada que decir excepto que es difícil aceptar el argumento por ella esgrimido de que “presentaría, no obstante, en Bruselas el correspondiente Estudio Ambiental Estratégico” para justificar su programa alternativo al trasvase del Ebro que denominó con indudable agudeza PROGRAMA AGUA. Algunos, empero, nos preguntamos, ¿y si hubiera resultado negativo ese Estudio, qué habría pasado con el Programa? Pues hacerles el juego a lo más radical del ecologismo, valiéndose de ellos e incurriendo en una execrable contradición ambiental: primero ejecuto y, después, justifico (a toda costa).

¿Qué respeto merece quien utiliza argumentos sutiles a favor la defensa de quienes hacen (por ejemplo) de la Malacología su catecismo, al tiempo que desprecia los procesos administrativos aplicables en el respeto al Medio Ambiente? Poco, casi ninguno. Aun así, quizá sería muy provechoso el inicio de la muy anunciada reforma de la Ley de Aguas de 1985.

(El Noticiero)

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