NO LOS LLAMEMOS EXTRANJEROS
(NO ME GUSTA LA PALABRA)
La primera sensación que uno tiene cuando se encuentra por primera vez en la Quinta Avenida de Nueva York es la de sentirse como en casa. El promedio de películas rodadas en Manhattan es de 365 al año. Es decir, una por día. Por consiguiente, es difícil que, entre el montón de películas que, día a día, se ofrecen por televisión no nos encontremos con una o dos, al menos, de las rodadas en Nueva York. Pero esto no es la impresión mayor porque, sin duda, resulta sorprendente no ver a los americanos circular por las calles de la Gran Manzana (ni mucho menos a Sigourney Weaver o Sharon Stone, qué pena). Probablemente estarán en sus oficinas, ante sus ordenadores, pendientes de operaciones financieras (long distance + Internet) o de oportunidades manifiestas de ganar dinero. Por el contrario, las calles y avenidas de Manhattan están pobladas por gentes del mundo. De todo el mundo: chinos, africanos, indios, hispanos etc. Ellos son los que ocupan las partes más visibles de Nueva York. Esto es así hasta tal punto que uno piensa que qué sería de esta gran ciudad sin tanto emigrante, pues ellos son los que sostienen el negocio adicional que permite a los americanos colocarse las deportivas al hombro para tomar, en medio de la calle, comida basura, echar mano a un taxi, comprar zapatos, zamparse un güisqui, subir al metro y otras nimiedades por el estilo, para después poder realizar su trabajo.
Se ha dicho que Nueva York es un crisol de civilizaciones y es cierto. Es el mejor ejemplo en donde las libertades se convierten en los mejores aliados de aquellos que pretenden mejorar un nivel de vida que en sus países de origen se les hubo negado, sin que nadie, nadie absolutamente, tuviera la culpa de ello. Ver la pasión y el entusiasmo con que un afro americano da vueltas al volante de su taxi a fin de conseguir una chapa en propiedad que le permita dar carpetazo a una vida infame, merece la pena de ser observado. O un chino vendiendo falsos relojes, a 9 dólares la pieza, en medio de Chinatown. También, el mexicano que a las puertas del Gughengein, ofrece perritos calientes bien calientes. En fin, y qué bien, los camareros del Metropolitan te hablan en español. Por eso, la inmigración la observo bajo un doble punto de vista. En primer lugar, los fenómenos migratorios responden a un impulso vital que los receptores han de considerar siempre bajo el punto de vista moral que nos lleva a pensar que el mundo sería mejor si todos tuviéramos las mismas oportunidades. De otro lado, también es de considerar que gracias a la inmigración, la economía de los países receptores se mantiene en condiciones que permiten las mejoras económicas y sociales de sus habitantes. Sin duda, un parámetro que caracteriza bastante bien la pujanza económica de un país es el número de inmigrantes que acoge. Hay puestos de trabajo que, como consecuencia de la mejora global económica de todos los ciudadanos de un país, son apetecidos por los inmigrantes. Si no fuera por ellos, es muy posible que la estructura económica presentara desequilibrios peligrosos. El sector de la hostelería, los trabajos -temporales o no- de la agricultura, la construcción y el transporte, son hoy buenos centros acogedores de la mano de obra inmigrante.
En nuestra región se está dando el fenómeno de la inmigración con gran intensidad, lo cual no significa sino que estamos creciendo, pero no sólo para nosotros mismos sino que tenemos la gran oportunidad de globalizar el bienestar de aquellos que provienen de países menos afortunados que el nuestro. Cifras del 12,5%, sobre una población que supera ya un 1. 300.000 de habitantes, nos indican a las claras que la inmigración en nuestra región es superior a la media española. El clima y, sobre todo, nuestra condición periférica y fronteriza hacen posible que la ausencia de mano de obra para trabajos duros sea compensada con avalanchas (no del todo controladas) de gente con necesidad de trabajo. Todo ello redunda en beneficio de todos y baste para ello un botón de muestra: a día de hoy, son ya más de 100.000 trabajadores inmigrantes dados de alta en la seguridad social. Y esto, señores, beneficia a España y a todos y cada uno de los españoles. Ojala, dentro de unos años, como pasa en Francia, Inglaterra y Holanda, nuestras selecciones deportivas estén integradas por un buen número de personas venidas allende nuestras fronteras.
No los llamemos extranjeros, porque es una palabra triste. Llamémosles hermanos.
Juan Guillamón
(NO ME GUSTA LA PALABRA)
La primera sensación que uno tiene cuando se encuentra por primera vez en la Quinta Avenida de Nueva York es la de sentirse como en casa. El promedio de películas rodadas en Manhattan es de 365 al año. Es decir, una por día. Por consiguiente, es difícil que, entre el montón de películas que, día a día, se ofrecen por televisión no nos encontremos con una o dos, al menos, de las rodadas en Nueva York. Pero esto no es la impresión mayor porque, sin duda, resulta sorprendente no ver a los americanos circular por las calles de la Gran Manzana (ni mucho menos a Sigourney Weaver o Sharon Stone, qué pena). Probablemente estarán en sus oficinas, ante sus ordenadores, pendientes de operaciones financieras (long distance + Internet) o de oportunidades manifiestas de ganar dinero. Por el contrario, las calles y avenidas de Manhattan están pobladas por gentes del mundo. De todo el mundo: chinos, africanos, indios, hispanos etc. Ellos son los que ocupan las partes más visibles de Nueva York. Esto es así hasta tal punto que uno piensa que qué sería de esta gran ciudad sin tanto emigrante, pues ellos son los que sostienen el negocio adicional que permite a los americanos colocarse las deportivas al hombro para tomar, en medio de la calle, comida basura, echar mano a un taxi, comprar zapatos, zamparse un güisqui, subir al metro y otras nimiedades por el estilo, para después poder realizar su trabajo.
Se ha dicho que Nueva York es un crisol de civilizaciones y es cierto. Es el mejor ejemplo en donde las libertades se convierten en los mejores aliados de aquellos que pretenden mejorar un nivel de vida que en sus países de origen se les hubo negado, sin que nadie, nadie absolutamente, tuviera la culpa de ello. Ver la pasión y el entusiasmo con que un afro americano da vueltas al volante de su taxi a fin de conseguir una chapa en propiedad que le permita dar carpetazo a una vida infame, merece la pena de ser observado. O un chino vendiendo falsos relojes, a 9 dólares la pieza, en medio de Chinatown. También, el mexicano que a las puertas del Gughengein, ofrece perritos calientes bien calientes. En fin, y qué bien, los camareros del Metropolitan te hablan en español. Por eso, la inmigración la observo bajo un doble punto de vista. En primer lugar, los fenómenos migratorios responden a un impulso vital que los receptores han de considerar siempre bajo el punto de vista moral que nos lleva a pensar que el mundo sería mejor si todos tuviéramos las mismas oportunidades. De otro lado, también es de considerar que gracias a la inmigración, la economía de los países receptores se mantiene en condiciones que permiten las mejoras económicas y sociales de sus habitantes. Sin duda, un parámetro que caracteriza bastante bien la pujanza económica de un país es el número de inmigrantes que acoge. Hay puestos de trabajo que, como consecuencia de la mejora global económica de todos los ciudadanos de un país, son apetecidos por los inmigrantes. Si no fuera por ellos, es muy posible que la estructura económica presentara desequilibrios peligrosos. El sector de la hostelería, los trabajos -temporales o no- de la agricultura, la construcción y el transporte, son hoy buenos centros acogedores de la mano de obra inmigrante.
En nuestra región se está dando el fenómeno de la inmigración con gran intensidad, lo cual no significa sino que estamos creciendo, pero no sólo para nosotros mismos sino que tenemos la gran oportunidad de globalizar el bienestar de aquellos que provienen de países menos afortunados que el nuestro. Cifras del 12,5%, sobre una población que supera ya un 1. 300.000 de habitantes, nos indican a las claras que la inmigración en nuestra región es superior a la media española. El clima y, sobre todo, nuestra condición periférica y fronteriza hacen posible que la ausencia de mano de obra para trabajos duros sea compensada con avalanchas (no del todo controladas) de gente con necesidad de trabajo. Todo ello redunda en beneficio de todos y baste para ello un botón de muestra: a día de hoy, son ya más de 100.000 trabajadores inmigrantes dados de alta en la seguridad social. Y esto, señores, beneficia a España y a todos y cada uno de los españoles. Ojala, dentro de unos años, como pasa en Francia, Inglaterra y Holanda, nuestras selecciones deportivas estén integradas por un buen número de personas venidas allende nuestras fronteras.
No los llamemos extranjeros, porque es una palabra triste. Llamémosles hermanos.
Juan Guillamón
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