Hemos hablado de la Luna, de las estrellas, del Sol, del hidrógeno, de los rayos cósmicos y de las enanas blancas; del corrimiento al rojo, de todo el formidable conjunto de cifras inimaginables y de los dos billones de células que cada uno de nosotros ha de alimentar para mantener vivos nuestros mortales cuerpos। Hemos comprendido que el Universo no es fruto de una casualidad, de que Dios acaso juega a los dados pero sabe donde tirarlos. Hemos escuchado, absortos, una referencia física respecto a lo que pasó una milmillonésima de segundo tras producirse el Bing-Bang. Estamos asombrados ante la imposibilidad de conocer algo de la infinitud de procesos habidos durante ese intervalo de tiempo del que no nos atrevemos certificar si es un momento, un instante, un lapso, un periodo o un santiamén. Y de los agujeros negros de gravedad inmensa, y meteoritos que acechan a la Tierra, como ése que recibiremos en 2036, de 300 metros de longitud, plano o esférico (que lo estudie Greenpeace). Aprendimos que la contingencia del Universo no impide su expansión en si mismo, retorciéndose en curvas temporales que nos advierten de nuevas y numerosas dimensiones. En su consecuencia resulta que Adán y Eva (y la costilla, el árbol, la manzana y la serpiente) cobran valor, pues su historia es cierta si renunciamos a contemplarla en el sentido literal con que la Biblia nos la contó ayer, hace mucho tiempo, mucho más que un perecedero instante. En efecto, mientras el hombre, todavía no homínido, anduvo a cuatro patas era inmortal pues no tuvo conciencia de la muerte. Vivía, pues, en el Paraíso Terrenal, ignorante total del suceso muerte, porque, entonces, si la muerte no existe, ¿acaso no se es inmortal? Pero el individuo aprendió a caminar a dos patas e inició un peligroso camino: pensar. A la sazón comprendió su realidad, comió de la fruta prohibida del árbol de la Ciencia, aprendió cosas y dejó de ser como un dios. Fue arrojado del Paraíso y condenado a vagar por el mundo bajo un designio inapelable: la muerte. La manzana, la serpiente y la costilla son elementos inmanentes en esta historia de vida y muerte. Bien, la serpiente es la razón y la manzana, su conocimiento. Lo de la costilla es para mejorar el cuento. El pecado original es el castigo impuesto al hombre por haber osado pensar. Doscientos o trescientos mil años hace que fue clausurado el Paraíso Terrenal. Dios, el creador del Universo partiendo de la nada, del cero absoluto, condenó al hombre a vivir en un valle de lágrimas, lo hizo mortal y consintió que el hombre se convirtiera en el peor enemigo del hombre, su propio y feroz leviatán. Mientras, hoy, existen quienes son inmortales. Muchos. Son todos los animales, en su conjunto, cuya única condición para tal privilegio -impuesta por el Creador- es la irracionalidad, la ausencia de razón que los aleja del sufrimiento producido por la presencia de la muerte. El ser irracional ignora que es mortal y por tanto es inmortal ¿Cabe pensar otra cosa distinta a que el deambular del hombre por el mundo no es sino habitar su propio infierno o purgatorio? El cielo puede esperar.Mi perro, querido y bien alimentado, vive en el Paraíso Terrenal y así seguirá mientras le sea negado -por suerte para él- la razón y su conocimiento. Ignora todo sobre la muerte, ¡es inmortal!
La verdad, julio 2008
1 comentario:
Inmortal, y supongo, que fiel. Puedes estar satisfecho.
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