Tengo serias (muy serias) dudas de que la información que se nos hace llegar a través de los medios oportunos sea exactamente la oportuna para los intereses globales. Es decir, para todo el mundo. Por ejemplo, durante los últimos años, precisamente esos durante los cuales las televisiones privadas han conseguido una implantación firme de cara a los beneficios empresariales, sólo una vez que recuerde he tenido información (una encuesta) acerca de la incidencia que tiene la publicidad en los espectadores. Es de suponer que gracias a las campañas publicitarias los productos se venden. La publicidad es, no cabe duda, un gran coste de producción para algunos artículos, tanto que sin ella probablemente no sería posible la venta y el posterior consumo de ellos. Si no, repárese en el gasto tremendo que en publicidad se gastan las operadoras telefónicas. Pero sucede que con esto de la exagerada oferta de canales y la posesión de un endiablado aparatito llamado mando a distancia, la mayoría de los telespectadores se han aficionado y hasta acostumbrado al zapping, de tal modo que durante el periodo de tiempo dedicado a los anuncios publicitarios se aprovecha para dar una vueltecita por otros canales, llegando incluso a desviar la atención al canal previamente solicitado para entregarla a otro programa más sugestivo emitido desde otro canal. Según la encuesta, durante la emisión de publicidad, tan sólo el dos por ciento de los telespectadores permanecen atentos a la pantalla. El resto, noventa y ocho, esto es casi todos, hacen lo que yo: pegarle al zapping. Sin embargo parece que las cosas funcionan en el mundo de la publicidad porque cada vez hay más movimiento.
Sin la publicidad, ya lo he dicho, no hay posibilidad de ventas. Algún producto aglutina en sus costes pocas partidas más. Tómese como ejemplo para la presente reflexión el caso de algunas bebidas cuya fabricación es sumamente sencilla: un mucho de agua, unas pocas sales y un envase sugestivo pero barato que se vende en el mercado a 90 céntimos. Si se analizan los costes, veríamos que los "materiales" de la tal composición apenas alcanzan en su costo tres o cuatro céntimos. Hasta llegar a los 90 del mercado, además de los gastos de distribución, la publicidad se lleva la palma en cuanto dinero. Si resulta cierto que sólo el dos por ciento de la población teleadicta recibe el mensaje, ¿cómo es posible que la televisión siga siendo el medio publicitario por excelencia? Probablemente porque el anunciador mete su spot en todas las cadenas, a todas horas, con la contumacia a que le obliga el mercado y de esta forma tiene la seguridad de que una vez, siquiera una sola vez, habrá de atrapar al zappinero impenitente. Son precisamente los publicistas a los que no les interesa decir o contar que el personal no está por la labor de contemplar anuncios en las televisiones pues esto repercute en la subsiguiente contratación de sus productos, si quedara en evidencia, como presumo, que los anuncios no son vistos por la inmensa mayoría. Por todos los medios intentan (son especialistas) que esto no se sepa. Pero se sabe. Y la publicidad sigue, para que haya consumo.
El consumo es bueno porque (entre otras cosas peores) permite repartir la renta. Si no se consume, no hay ventas. Si no hay ventas, los comercios cierran. Y si los comercios cierran, la gente se va al paro. Hace cuarenta años estaba bien visto declarar la guerra al consumismo: llevaba al hombre a la alienación y aburguesamiento y, sobre todo, el consumo era un invento de los americanos para sacarnos los cuartos a los pobres subdesarrollados. Hoy día el consumo es necesario. Los que nos inducen a consumir se apoyan en la publicidad, de tal suerte que nos arrollan. No me quejo de ello, porque me encanta consumir. Consumir chorradas, cositas innecesarias casi todas, que me hacen feliz. Me gusta comprar en comercios pequeños atendidos por el patrón y uno o dos aprendices. También en el gran comercio venido a menos que se mantiene por tradición, a trancas y barrancas, con esfuerzo y sin perder la esperanza, luchando contra la maldición de las economías de escala. Con publicidad o sin ella, si me ataca o no, rehuyéndola, deseo consumir porque el adecuado consumo es síntoma de que las cosas han de ir mejor. Por todo ello perdono a quienes nos ocultan que la publicidad televisiva no se ve o no se le presta la atención que la inversión producida requiere. Con anuncios o sin ellos, hay que seguir consumiendo. Es mejor para todos, dentro de un orden.
(E y f., agosto 07)
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