A 250 Km. /h. se pierde la oportunidad de disfrutar de las ventajas que ofrece un viaje en tren. Así, para llegar a Zaragoza desde Madrid son apenas 80 los minutos de que dispone un viajero (entusiasta del tren) para disponer las cosas tal que permitan un descanso por entre las procelosas aguas que confunden nuestros cotidianos quehaceres. Sin embargo, todo es posible en Zaragoza. Confieso que una vez en ese frío y lamentable almacén que es la estación de Delicias estimé por oportuno que a lo largo de mi corta estancia en la ciudad aragonesa nadie tuviera noticia de mi procedencia: Murcia, ¿me gritarían? Pues no. En general, el aragonés -si no le tocan las pelotas del alma- es un tipo tranquilo; otra cosa es su tozudez cuando se siente agredido, y en esto del Agua el pueblo baturro tiene el absoluto convencimiento de que aquéllos que osan mentar el Ebro como abastecedor de otras tierras son poco menos que franceses invasores. Y este convencimiento es total. A pique estuve yo de traer para Murcia un letrero en donde figurara esta frase: “ no os canséis, levantinos, nada hay que hacer”. No importa que haya razones suficientes para que pudiera existir un consenso hidráulico, en este asunto, social (no ya científico) y territorial, pues Zaragoza respira por todos sus costados como un día respirara Agustina de Aragón frente a los franceses. Estoy por rendirme, me dije en un determinado momento, mientras cenaba en esa maravilla, mitad museo mitad bodega que es Casa Montal y, sobre todo, tras leer en uno de los muchos murales que adornan el establecimiento esta arenga “Zaragozanos: la historia recuerda brillantes epopeyas con las cuales salvasteis la independencia de la Patria…”. Esta frase tanto pudo servir para enardecer a Agustina y excitar el sentido histórico de los aragoneses para salvar la mudéjar Torre Nueva como para aglutinar voluntades entorno a las barricadas hidráulicas que han sido alentadas por los despropósitos de la actual política hidráulica. Durante la cena un amable camarero estuvo pendiente de mí de tal suerte que mi vaso de agua siempre estuvo lleno. Como persona educada y agradecida que soy, tras los postres, agradecí la calidad de su servicio y, tentando a la suerte, puse en su conocimiento que yo era de Murcia. Se acabaron las buenas sensaciones. Me dijo, incómodo y textual: “¿porqué no hacen una estación depuradora en Murcia, se gastan 30.000 millones y así pueden regar los campos de golf?”. No me gritó.
Regreso de Zaragoza y en el tren -repasando los periódicos que amablemente la azafata pone en disposición de los pasajeros- encuentro un artículo firmado por Pilar Rahola. En él pude leer: “… El símbolo de la corona que ostenta el rey tiene que aguantar incluso la falta de respeto de los que no la defienden. Así lo exige la democracia y así lo exige la libertad.” Pero, ¿esto qué es?, ¿la democracia vale para que yo puede insultar a esta política desfasada y esté autorizado para insultarla llamándola estúpida, sobrada, pretenciosa y gilipollas, por demás republicana? No, yo creo que la misión de la democracia es muy otra y tiene su base en la defensa de las libertades que consagra el respeto a los demás. En este sentido puedo celebrar el distinto modo en que mi amigo Cecilio Hernández pone de manifiesto su sentimiento republicano: cada año, cada 14 de Abril reúne a sus amigos para conmemorar la efeméride con un soberbio desayuno. Esta manifestación, sin duda es más educada y democrática que los gargajos de la engreída y tonta (dicho esto democráticamente) Rahola. No creo que quemar una bandera o una foto del Rey pueda ser positivo bajo ningún punto de vista (ni, por supuesto, el democrático) para nadie, ni siquiera para los estúpidos. Las faltas de educación no tienen sentido positivo alguno. No sería yo capaz de destrozar fotografía alguna ni de Pablo Iglesias ni de Arias Navarro pues tengo la conciencia de que es posible que algún militante político dispusiera de una en su mesilla de noche. Tengo por seguro que, de lo contrario, no sería ni educado ni demócrata. Tras mi dilatado regreso desde Zaragoza hasta Murcia, utilizando aviones, taxis, metros y trenes, encuentro la opinión de un colega columnista que manifiesta esto, aproximadamente: “quemar públicamente fotografías del rey es una gamberrada que sólo puede afectar a viejecitas impresionables”. Y yo qué, ¿soy la excepción que confirma tal supuesta regla?
Vamos a ver si es posible que nos organicemos todos y no perdamos el norte porque, ¿no sería mejor observar los asuntos con imparcialidad y definirnos acerca de ellos con objetividad? Pues parece que no pero, en todo caso, viaje, lector, en tren. Por lo agradable e instructivo que es.