Un intento, casi imposible, de centrar las cuestiones que interesan al hombre, y no necesariamente a los partidos, me llevan a situarme en el baricentro del triángulo mágico de la sostenibilidad, cuyos vértices son: economía, bienestar y patrimonio natural. Vano intento, por cuanto éstos –los ecologistas- con los que ayer (¿30-40 años?) compartí criterios conservacionistas no dejan que me acerque. Ya no hay tantos 'malos’ enfrentados a la Naturaleza, hay menos. No soy, desde luego, de los que radicalizan sus posturas (aunque son imprescindibles) sino de los que aceptan respuestas 'grises' enmedio del rígido blanco-negro con que se tiñen los debates de los modelos políticos. Ya me gustaría a mí que los ecologistas me tuvieran en consideración, y no como elemento ideal para predicar sus argumentos, al tiempo que me convierten en uno más de los depredadores del territorio que aún pululan por aquí.
La suerte que tenemos los que tomamos parte en la ordenación del territorio, es que los románticos naturalistas, ya caducos allá por los años 60, fueron sustituidos por los ecologistas, menos inmanentes y con mayor capacidad de penetración por entre los misterios de la sociedad. Tal aparición fue muy necesaria. No tanto como sus prédicas actuales que los sitúan en los límites de la sinrazón pues, con alguna reiteración, sus argumentos tienen su fundamento en la descalificación del resto de los mortales. Cada uno tiene su papel y su obligación de desempeñarlo tal y como ordena su propia conciencia. Insisto, el ecologismo debe ser el guardián de la sociedad frente a los desmanes a que ella misma se somete. Pero su conciencia no es universal y descalificante, hay otras conciencias dignas de tener en cuenta. Por ejemplo que si no hay desarrollo económico no es posible predicar la sostenibilidad, y por eso me acuerdo de Burundi, o de la población que no puede alimentarse y cuyos problemas vitales superan a aquellos que proceden de una conciencia ambiental. Si, de acuerdo con los intereses armónicos de los ciudadanos, damos la importancia adecuada a cada uno de los vértices del mágico triángulo de la sostenibilidad, lo normal sería que en el equipo que ha de derrotar a los desmanes de unos y otros, cada uno cumpla con la función encomendada. Así, la ‘defensa’ correspondería a los ambientalistas, el ‘ataque’ a los empresarios democráticos y el ‘centro del campo’, cómo no, a los encargados de repartir equitativamente los beneficios del bienestar social. Con la excepción de Palop (campeón Europa), unos deberán meter los goles, mientras que otros tendrán obligación de evitarlos.
Por fortuna, soy ingeniero de caminos. De acuerdo con ello, entiendo que la Naturaleza, en su configuración inicial, careció de caminos, canales y puertos. Entiendo la práctica de mi profesión como un intento de 'apropiación', digamos poética, de la propia Naturaleza para corregir aquellas iniciales carencias, al objeto de que la vida cotidiana del hombre no sea una tragedia (algo de huella ecológica dejamos, siempre, en nuestras actuaciones: el hombre -y los animales- es por naturaleza depredador). Nada más. Y ello es compatible con el mantenimiento de políticas eficientes en la Ordenación del Territorio, sin necesidad de acudir a la radicalidad de ese vértice del patrimonio ambiental, tan invocado y venerado -tótem sagrado- por sus defensores, quienes, desde luego, no son héroes sino una parte más del conjunto de 'agentes' que buscan soluciones para la gran cuestión: ‘QUÉ TERRITORIO’.
La verdad, mayo 07
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