miércoles, marzo 08, 2006

Chinchilla, un año

Ciertamente mi primera sensación fue la de aturdimiento y el conjunto de mis órganos primero mostraron su frustración por no entender lo que significaba aquel golpe. Un golpe seco, de una profundidad jamás imaginada. Mi cara (esto es, mi trompa) se estrelló contra el asiento delantero con una rudeza insolente, a una velocidad extraordinaria. Luego, todos a una, los órganos reaccionaron con un orden y concierto que desde luego mi cerebro fue incapaz de organizar. La sensación fue de perplejidad, me sentía incapaz de pensar en lo peor; en esos segundos iniciales de extraordinaria impotencia no tuve tiempo de imaginar que el fin para mi era poco menos que inmediato. Mas luego tuve conciencia exacta de lo que me esperaba. Esta sensación de haber sentido la inmediatez de la muerte, inmediatez incierta, pese a la certeza, sólo la tuve una vez que el peligro hubo pasado. Pero el peligro no fue ave de paso, estuvo muy lejos de ser pasajero, efímero. Muy al contrario, se enquistó en mi alma como una sanguijuela ávida de sangre, como las pinzas de un cangrejo capturado en los bajíos rocosos que fueron el lugar de juegos en mi juventud. Juventud mediterránea que, ni siquiera ahora cuando estoy herido por la vejez y padezco una edad que no deseo mencionar, parece no querer abandonarme por mucho que yo me empeñe en mostrar a los demás una madurez de la que carezco. Ante el horror del fuego, el silencio infinito que sucede a una mortífera explosión, mantuve mis nervios inervados todo lo que pude. Mi brazo derecho que quedó encajado entre la bandeja -sobre la que deposité dos libros y mis gafas, alivio de mi presbicia- y el respaldo del asiento delantero, de forma tal que ese mi brazo derecho hizo de anclaje poderoso para la estabilidad del resto de mi cuerpo. Pero por desgracia no tuve la serenidad suficiente para poder desencajar el miembro del lugar donde quedó aprisionado. En medio del crepitar del fuego que avanzaba a lo largo del flanco izquierdo de mi vagón, en vano intentaba soltar el brazo derecho con mi mano izquierda, que yo consideraba libre. Probablemente todo sucedió en unos segundos, 15, 20, acaso 30 y durante este período de tiempo tan exiguo tuve ocasión en un instante determinado de pensar en la muerte. Tuve la seguridad de morir. Este convencimiento, instantáneo e imposible de mensurar con las reglas del tiempo, alteró de manera profunda los resortes mediante los cuales intentaba liberarme. Fue mi voz la que se alzó, sin duda fue un lamento profundo y dramático, como una expresión de angustia infinita y que me llevó a través de un grito que rompió el silencio hasta el pensamiento más directo, más concreto de todo lo que, como un totum revolutum, de manera caótica entraba y salía por mi cerebro como un verdadero movimiento browniano y confuso llevando información en todas las direcciones, pero la principal dirección me llevó hacia mis seres queridos más próximos, mis hijos, mi mujer, mi padre enfermo… En todo ello pude pensar con una lucidez que aún hoy me asombra. Fue un instante, pero tan lleno y tan intenso que tengo la seguridad de que jamás podré dejar de sentirlo exactamente cómo fue. Grité, grité muy fuerte: ¡mis hijos! Me pareció que un paisano miraba - completamente quieto y callado- hacia el interior de mi coche, el coche número uno, el enganchado directamente a la máquina tractora. Sé que su actitud no fue la que un condenado a muerte como yo esperaba, pues no movió un dedo, seguramente impresionado por el brutal choque que instantes antes se había producido en las cercanías de donde él acaso paseaba ó laboraba. No fui consciente del humo que se elevaba desde las ruedas del coche hasta mi cara. No fui tampoco consciente de que me estaba quemando. Ahora yo sólo pensaba en todos mis hijos, y por eso grité tan fuerte: ese grito ha sido lo más desgarrador que jamás pude imaginar. Pero me salvó el grito, me salvó del infierno que vi debajo de mi cuerpo aprisionado por la bandeja que poco antes me asistió en mi plácida lectura hasta el fatídico instante del criminal choque. Ese choque que pudo apartarme para siempre de mis seres queridos. Por el grito me salvé: alguien -la Virgen de la Fuensanta, yo que sé- dirigió el movimiento del brazo que lo alzó hacia arriba liberándolo de su atadura. Aún inmerso en la pastosa circunstancia que me envolvía en llamas y humo, fui capaz de darme cuenta de que el movimiento salvador fue un movimiento obvio, sencillo y muy elemental, tal que me resultó inaudito no haberlo podido realizar unos segundos antes. Lo vi como un milagro, como una especie de ayuda que yo no solicité pero que sin embargo esperaba. Vi las llamas del infierno muy cerca de mí (quizás a algunos pocos segundos de mi muerte), suficientes para haber prendido las llamas mis ropas, para haberme convertido en una antorcha del fuego y humo, y eliminar todo mi cuerpo para convertirlo en cenizas -¡que desdicha!- consumidas en un montón sin defensa alguna para que el viento lo disipara. Pero, ¿y mi alma? Acaso también resultaría quemada y esparcida al viento, perdiendo así toda posibilidad de análisis posterior a la desgracia, sin poder comunicarse con aquellos que me rodeaban apenas un día antes y que ni por lo más remoto hubieran podido esperar esa doble desaparición que habría constituido el conjunto de mi cuerpo y de mi alma. Y ya en la otra vida, llorar por esta frustración, la que ha impedido que finalmente los caminos procelosos que hubieron recorrido mis miembros físicos pudieran haber establecido una concordancia armónica con los impulsos leales de mi alma, ésa que tanto me condiciona, que estrecha mi conciencia, que ha seguido mis pasos vigilante, atenta a todos mis movimientos, la mayor parte de ellos inconsecuentes, inmaduros y en nada gratificantes para mi orden ético y moral. ¡Mis hijos!, fue el grito de socorro no pensado precisamente para mí sino para ellos, pues al menos en un instante acepté la muerte porque el brazo se negaba a salir de su trampa. Tuve la muerte a mis pies, cerca, muy cerca, casi la estuve pisando, por muy poco no enredó mis piernas entre las suyas y me arrastró para siempre hacia la Eternidad desconocida sin que yo hubiera tenido tiempo de preparar mi pasaporte, de haber podido despedir a todos los míos, con un abrazo, con mil besos y un río de lágrimas vertidas sobre todo lo que hube sentido y amado en lo que sin duda habría sido para mí una vida muy corta: ¡me queda tanto por hacer! Si, me quedaba mucho por hacer, casi todo. Eso gravitaba sobre mí, mientras estaba en el tren de la muerte con la seguridad de que mi tarea en este mundo apenas sí había comenzado, pese a mi edad y pese al tiempo perdido.

Sin perder de vista mi brazo derecho herido, pude escalar la rampa en que la plataforma del coche se había convertido como producto del brutal choque y logré alcanzar la ventana del lado contrario. Mi salto través de ella no fue un salto insensato, todo lo contrario pues mi cerebro igual que el disco duro de un ordenador llevaba almacenada una información indiscutible. Otra cosa es que yo no fuera capaz de ordenar la cantidad de mensajes que mi cerebro recibía sin cesar, acumuladas en el tiempo. Todas juntas, muy desordenadas, inconexas y sin sentido, de tal forma que me resultaba imposible echar mano de las ideas necesarias para ordenar ese información extraordinaria y fuera de toda lógica. Fue un salto muy sensato y apoyado en un razonamiento muy simple, tan simple que sólo necesitaba la conexión de dos ideas, dos ideas que estaban en mí y que mi caletre pudo detectar. Lo mío fue un acto reflejo sin duda, pero bien organizado: la presunción de un choque tan tremendo capaz de deformar la chapa metálica del vagón-coche, por fuerza habría de haber roto el cristal de las ventanas. En efecto, apenas podía elevar mi cabeza unos centímetros hasta el hundido techo del vagón-coche. Más tarde me contaron que lo que yo tenía encima era la locomotora de hierro del mercancías que se interpuso en el camino del tren que nos devolvía a casa. Hubo de transcurrir mucho tiempo todavía para que yo pudiera ver alguna imagen fotográfica que ilustrara la magnitud del choque. Pude de esta manera establecer, de acuerdo con mis conocimientos de Mecánica, el porqué pude escapar con vida de entre ese conjunto de hierros retorcidos y quemados en medio de un fuego brutal. Por fortuna la masa de la locomotora es muy superior a la de la cabeza de nuestro Talgo, y por consiguiente, pese a que las velocidad del mercancías era muy inferior a la del Talgo, la inercia de aquél era formidable respecto a la de este. Así, al encontrarse uno frente al otro en la misma vía se dio la circunstancia feliz de que la locomotora se montara sobre el primer coche del Talgo, de forma que toda la energía cinética se fue disipando mediante el rozamiento de la locomotora sobre el techo del primer coche de la composición del Talgo. Por eso, algunos hemos podido contarlo. Con algunos de mis compañeros ingenieros, después, he comentado la teoría del choque elástico.

Y salté, no de una manera insensata sino llevado por la información que mi inconsciente hubo examinado: el paisano estático, todo de blanco, patético, se me mostraba junto a la ventana de tal suerte que ese subconsciente que siempre me acompaña pudo deducir que no existía talud alguno y que el tren estaba parado sobre una planicie, sin desmonte ni terraplén. Caí al suelo hecho un saco, con una mano francamente catastrófica y sujetándola firmemente con la otra. Una clavícula partida y la nariz hecha un cirio. Lo peor vino después, pero tuve suerte porque al menos me salvé y otros (19) por desgracia no. Hoy hace un año, en Chinchilla.


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